sábado, 27 de febrero de 2010

Noa

Hoy he conocido a Noa. Es de Senegal. Pasaba yo en dirección a la Casa de Campo, le he visto como a unos diez metros y al mirarle ha sonreido mientras levantaba el brazo derecho para saludar. Le he respondido al saludo y le he preguntado como se llama: habla un castellano reducido. Me he presentado y le he preguntado que cuanto tiempo lleva en España; me ha dicho que año y medio. He pensado que es una buena persona y que si yo tuviera alguna forma de darle trabajo hablaría con él para tratar de hacerlo. Estoy seguro que volveremos a vernos: hasta pronto Noa.

viernes, 26 de febrero de 2010

Benedicto XVI describe en su encíclica Spe Salvi la doctrina de la Iglesia en relación con la salvación eterna:
"En la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31), Jesús ha presentado como advertencia la imagen de un alma similar, arruinada por la arrogancia y la opulencia, que ha cavado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el foso de su cerrazón en los placeres materiales, el foso del olvido del otro y de la incapacidad de amar, que se transforma ahora en una sed ardiente y ya irremediable. Hemos de notar aquí que, en esta parábola, Jesús no habla del destino definitivo después del Juicio universal, sino que se refiere a una de las concepciones del judaísmo antiguo, es decir, la de una condición intermedia entre muerte y resurrección, un estado en el que falta aún la sentencia última.

45. Esta visión del antiguo judaísmo de la condición intermedia incluye la idea de que las almas no se encuentran simplemente en una especie de recinto provisional, sino que padecen ya un castigo, como demuestra la parábola del rico epulón, o que por el contrario gozan ya de formas provisionales de bienaventuranza. Y, en fin, tampoco falta la idea de que en este estado se puedan dar también purificaciones y curaciones, con las que el alma madura para la comunión con Dios. La Iglesia primitiva ha asumido estas concepciones, de las que después se ha desarrollado paulatinamente en la Iglesia occidental la doctrina del purgatorio. No necesitamos examinar aquí el complicado proceso histórico de este desarrollo; nos preguntamos solamente de qué se trata realmente. La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno[37]. Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son[38].

46. No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres –eso podemos suponer– queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas personas cuando comparecen ante el Juez? Toda la suciedad que ha acumulado en su vida, ¿se hará de repente irrelevante? O, ¿qué otra cosa podría ocurrir? San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto diverso del juicio de Dios sobre el hombre, según sus condiciones. Lo hace con imágenes que quieren expresar de algún modo lo invisible, sin que podamos traducir estas imágenes en conceptos, simplemente porque no podemos asomarnos a lo que hay más allá de la muerte ni tenemos experiencia alguna de ello. Pablo dice sobre la existencia cristiana, ante todo, que ésta está construida sobre un fundamento común: Jesucristo. Éste es un fundamento que resiste. Si hemos permanecido firmes sobre este fundamento y hemos construido sobre él nuestra vida, sabemos que este fundamento no se nos puede quitar ni siquiera en la muerte. Y continúa: « Encima de este cimiento edifican con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno o paja. Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción. Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquel cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego » (3,12-15). En todo caso, en este texto se muestra con nitidez que la salvación de los hombres puede tener diversas formas; que algunas de las cosas construidas pueden consumirse totalmente; que para salvarse es necesario atravesar el « fuego » en primera persona para llegar a ser definitivamente capaces de Dios y poder tomar parte en la mesa del banquete nupcial eterno.

47. Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, « como a través del fuego ». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. Así se entiende también con toda claridad la compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría. Está claro que no podemos calcular con las medidas cronométricas de este mundo la « duración » de este arder que transforma. El « momento » transformador de este encuentro está fuera del alcance del cronometraje terrenal. Es tiempo del corazón, tiempo del « paso » a la comunión con Dios en el Cuerpo de Cristo[39]. El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta decisiva para nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera pura justicia, podría ser al final sólo un motivo de temor para todos nosotros. La encarnación de Dios en Cristo ha unido uno con otra –juicio y gracia– de tal modo que la justicia se establece con firmeza: todos nosotros esperamos nuestra salvación « con temor y temblor » (Fil 2,12). No obstante, la gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro « abogado », parakletos (cf. 1 Jn 2,1).

48. Sobre este punto hay que mencionar aún un aspecto, porque es importante para la praxis de la esperanza cristiana. El judaísmo antiguo piensa también que se puede ayudar a los difuntos en su condición intermedia por medio de la oración (cf. por ejemplo 2 Mc 12,38-45: siglo I a. C.). La respectiva praxis ha sido adoptada por los cristianos con mucha naturalidad y es común tanto en la Iglesia oriental como en la occidental. El Oriente no conoce un sufrimiento purificador y expiatorio de las almas en el « más allá », pero conoce ciertamente diversos grados de bienaventuranza, como también de padecimiento en la condición intermedia. Sin embargo, se puede dar a las almas de los difuntos « consuelo y alivio » por medio de la Eucaristía, la oración y la limosna. Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón? Ahora nos podríamos hacer una pregunta más: si el « purgatorio » es simplemente el ser purificado mediante el fuego en el encuentro con el Señor, Juez y Salvador, ¿cómo puede intervenir una tercera persona, por más que sea cercana a la otra? Cuando planteamos una cuestión similar, deberíamos darnos cuenta que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación. Y con esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el tiempo de Dios: en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo terrenal. Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil. Así se aclara aún más un elemento importante del concepto cristiano de esperanza. Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí[40]. Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal."

martes, 23 de febrero de 2010

"así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié." Isaías 55, 11

El mismo Dios nos explica el misterio admirable de la Trinidad: la voluntad de
Dios Padre la manifiesta en su Palabra, Dios Hijo, quien una vez que la ha cumplido retorna al Padre en la plenitud, asumiendo la creación entera.

viernes, 5 de febrero de 2010

¡Si vislumbraras, solo vislumbraras, lo que quiere compartir contigo ....!
Al menos, lo compartas o no, todavía eres consciente de que podrías.
¿Pero llegará alguna vez el hombre a no ser cosciente de esta capacidad?
¿No seremos ahora incoscientes de alguna realidad o ámbito del que fueron plenamente o parcialmente conscientes nuestros antepasados?